martes, 29 de julio de 2008

esclavo ian

Como todos los viernes, Ian se había preparado adecuadamente para la cita. Muy temprano por la mañana, antes de ir a la Facultad, había ido al gimnasio. Al volver de la Universidad se había duchado y luego cenado. Se había ceñido su traje de baño negro de competición, muy ajustado, y se había puestos las esclavas en cada tobillo. Cuando ya eran las 9 de la noche había partido rumbo a la casa de la cita. El Radio Taxi cubrió en un tiempo prudente la distancia entre la residencia ubicada en la zona alejada al Lago, del centro de la ciudad. Unos 40 Km. La Casa estaba al centro de una hermosa estancia, a la que se accedía atravesando una reja de hierro y pasando por una gran alameda de árboles, que estaban botando sus hojas, pues el otoño ya estaba en ellos.

Entró por la puerta de servicios de la casa, exactamente cuando eran las 21:35 horas y vio que allí estaba el muchacho de pelo negro que él conocía como “el Perro”. Sin saludarse y sabiendo muy bien su libreto, Ian se dirigió a la habitación ubicada en el primer piso al lado de la cocina, donde se quitó la ropa quedando sólo con el bañador. Lo mismo hizo “El Perro”, que lo estaba esperando para realizar juntos la tarea. El Perro era menor un año que Ian, que tenía 18 años, pero casi no había diferencias en el físico de ambos, salvo, quizás, porque Ian era rubio y nadador, por lo que tenía un cuerpo más trabajado y armónico. El Perro tenía anillas en ambos pezones de las tetillas, y en el ombligo, cosa que Ian no la poseía. Cuando ambos tuvieron descalzos y sólo vestidos con el bañador negro avanzaron sincrónicamente, uno al lado del otro hasta el salón de la residencia, donde estaba el Señor de la Casa. Este era un hombre de unos 36 años, rubio, alto, atlético, vestido completamente de cuero, que portaba una fusta en su mano y calzaba gruesas botas de cuero con puntas de Acero.

Su aspecto era temible. Al verlo, ambos muchachos se pusieron de hinojos y apoyando sus manos en el suelo, llevaron sus cabezas hasta que tocaron el parquet del salón. El Amo no lo saludó, sólo se acercó y puso su bota sobre cada cabeza, uno primero y luego el otro. “De rodillas”, les gritó, y los esclavos le hicieron de inmediato caso. El Amo se acercó a un armario, sacó una caja, la abrió sobre una mesita y de allí sacó sendos collares de cuero con remaches de hierro que puso en el cuello de cada esclavo, lo mismo que muñequeras y tobilleras. Saco cadenas y las colgó de los prendedores que habían en los collares del cuello y los hizo avanzar en cuatro patas por la estancia, hasta bajar hacia el calabozo ubicado en el subsuelo de la casa. Al llegar en él, Ian fue atado por pies y manos e una gran “x” de madera. El Perro se puso de pie y sirvió de auxiliar para el Amo en el tormento que ahora iba a empezar el rubio esclavo, que fue amordazado severamente.

El Amo preparó el instrumental y procedió a iniciar la tortura: cogió una gran aguja de acero y la calentó con un soplete de oxígeno hasta que la aguja estuvo roja. Cuando así estuvo, cogió el pezón de la tetilla derecha y lo atravesó con la aguja, provocando el estremecimiento y el sudor frío en el sufriente esclavo adolescente. Repaso unas tres veces el agujero y luego instaló una anilla calentada en el mismo soplete, que se instaló utilizando el agujero perforado en la tetilla y sellada cuando aún estaba caliente con uno fino alicate. El rostro dolorido y extenuado de Ian no fue freno para el Amo, que sólo dejo descansar por una media hora al esclavo, mientras se entretenía dándole golpes de mano en el culo al Perro, que se mantenía inmóvil frente a Ian. Pasado ese tiempo, soltó a Ian de sus ataduras y ambos esclavos se quitaron el traje de baño, quedando desnudos.

El Amo les instaló correas en la base de los genitales y repaso la afeitada en las bolas de El Perro e Ian, rasurados ambos en la semana que había concluido. Luego les ató las bolas, con una anilla ajustable de metal y cinta, los puso frente a frente, les unió las ataduras de las bolas con una cadena y les obligo a tirar a cada uno en el sentido contrario del otro. Ian aún seguía con la mordaza, pero el Perro no tenía, por lo que se quejaba del dolor que ello le provocaba. Ambos muchachos hacían el mejor esfuerzo, mientras El Amo los azuzaba con su fusta, dando golpes en espalda y las propias bolas, que estaban rojas e inflamadas por la presión. La escena era salvaje, con los muchachos gimiendo por el dolor, sudorosos por el esfuerzo, controlándose para no gritar, con un Amo severo exigiéndoles al máximo, hasta llegar al culmine cuando Ian cede y ambos muchachos caen sobre el suelo, unidos por sus ataduras. Permanecen unos 20 minutos en el suelo, botados como bultos, cansados por el esfuerzo y humillados por la prueba. El Amo los libera de su unión, pero les pone otras, en los pies. Junta las ataduras de los pies y los iza en una viga.

Así permanecen casi una hora, mientras el Amo los azota. Insulta y orina sobre sus rostros. Ambos muchachos se sofocan, por la sangre que llega a su cerebro y por los golpes que les aplica el Amo. Ya es la madrugada del sábado cuando ambos esclavos son descolgados y obligados a ducharse. Ello los ayuda a recuperar fuerzas y desentumecer sus doloridos miembros. Pero la noche no ha terminado El Amo tiene otra sorpresa para sus esclavos. Hace que cada uno se ponga en cuclillas uno frente al otro, pero previamente les ha instalado un consolador en el culo, de unos 10 cm de largo, que tiene cátodos en su extremo y costado. Ellos están unidos a una fuente de poder que el Amo controla manualmente. El Amo comienza a darle las descargas, suavemente al principio, que parecen como pequeñas puntadas de alfiler a los jóvenes esclavos, que están en la punta de los pies, con las manos en la nuca. Pero cada vez aumenta la descarga, ya es un cosquilleo y es dolorosa y más larga.

La tercera los hace remecer. La cuarta los desestabiliza. La quinta hace que aprieten dientes. Un sudor frío los recorre. Están excitados, pero vienen más, de más duración y voltajes. El Amo los incita a aguantar, los insulta y aumenta el voltaje, la frecuencia y el tiempo. Ya el dolor se hace insoportable. Las descargas los recorren completamente, desde el culo, hasta los pies y la cabeza. Sigue y sigue, casi sin detenerse. Viene otra, más fuerte, Ian cae, adolorido y estremecido y lleva sus manos hacia su polla que esta tiesa, se corre en un a mezcla de placer dolor incontenible. El Perro aguanta. Esa noche, Ian es atado por pies y manos e introducido en una jaula, que está al fondo del calabozo, no se puede mover por cuatro largas horas. El Perro, en premio a su obediencia, dormirá con el Amo. A las 8 de la mañana, el Perro, sin saludar, desata a Ian y le pasa un sobre sellado con la firma del Amo que dice “Nos vemos el próximo Viernes, No abrir hasta esa fecha”.

Lastimosamente, casi a gatas, entumecido, acalambrado y adolorido, Ian se ducha y tarda casi una hora en recuperar su movilidad. Se vista y se marcha

La sesión ha terminado.

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